Para cuando llegaron los guardias, la señorita princesa estaba con la cara tapada por su abanico, contemplando la figura de su ahora difunto caballo. Su expresión era algo arrogante, como la que siempre tenía que fingir tener como para demostrar que ella mandaba.
—Señorita princesa, su majestad la busca desesperadamente.
—Dile que iré cuando el joven escultor termine de hacer la pieza de Fir — contestó altiva pero fría. Agitó su abanico.
— ¡Señorita! — Era su tutor — Sabe perfectamente cuales fueron las ordenes de su majestad el rey. Le ordenó que bajo ninguna circunstancia saliera del castillo, ni siquiera para andar por los alrededores, luego de que ese desconocido que andan buscando los asaltara a usted y a su joven pretendiente.
—Pues dígale a su majestad el rey — recalcó de forma odiosa las últimas palabras — Que si estoy tan grande como para casarme, también soy lo suficientemente grande para ir donde se me venga en gana.