Mira que tonta me hago sola...
Publiqué el capítulo dos en todos lados, menos aquí. Lo lamento.
Capítulo 2: Ángeles y Demonios.
Las fastidiosas tardes después del almuerzo se pasaban volando si alguna de “Las Malditas” divagaba con su mente en ideas básicas como lo era divertirse con amigas al acabar el turno tarde. Solo bastaba con ojear un rato el exterior, por la ventana, y husmear las hojas de los árboles que eran revoloteadas en el aire por el travieso viento, uno de lluvia.
—Qué extraño— Fue el pensamiento de Ornella, en esos periodos de poca concentración, donde faltaban pocos minutos para que la campanada de adiós sonara.
La lluvia en la ciudad de La Floral era un fenómeno muy extraño en esa época, a finales del verano. Y no porque fuera un clima seco, sino porque en aquel año se había ausentado la famosa “corriente del niño”, la cual provocaba desastres por el exceso de agua.
Las precipitaciones debían presentarse en otoño.
Cuando por fin el reloj digital de la pared marcó las cinco y media, y el característico sonido del timbre resonó por todo Betlindis, Ornella pasó de un segundo a otro a buscar a las demás chicas, que iban a distintos años.
Arcobalena fue la primera en aparecer frente a ella, indisimulable con su metro ochenta y cabello que imitaba el arco-iris más bonito del cielo, haciéndole honor a su nombre.
De forma sorpresiva, Arcobalena tomó con fuerza la mano de Ornella. Después se largaron a correr; una sonrisa de oreja a oreja surcaba el rostro de la mayor, emocionada por algún motivo que Ornella no lograba descifrar por nada en el mundo.
La pobre parecía ondearse al igual que una bandera en el aire ante la fuerza aplicada, o volar al modo de las hojas que había visto esa tarde a través de la ventana más cercana. El asunto es que seguirle la velocidad a “piernas largas” Arcobalena era muy complicado, y todo por tener una estatura promedio y no ser, digamos, un fideo como ella quería.
— ¡Tienes que acompañarme! ¿Recuerdas que te dije que mi hermanito venía de Inglaterra?— Exclamó a todo pulmón, siendo raro en una persona tan discreta en su cuidada manera de expresarse—. Debo ir a buscarlo. Es nuevito en la ciudad y puede que se pierda, y no queremos eso.
Ahora sí que la había terminado de confundir.
¿Por qué ella quería ir a ver a un niñito de primaria? Encima sobreprotegido…
Le recorrió un escalofrío por toda la espalda, al recordar cómo su hermano mayor, Leonardo, hacía lo mismo con ella a límites insospechados.
Acabó por decidir hacerle el aguante. ¿Cuántas veces Arcobalena había soportado sus alocadas ocurrencias? ¡Ella tenía que apoyarla! Aun si fuera por obligación. Para eso estaban las amigas ¿No?
Aunque lo extraño era que siquiera se había dignado en reencontrarse con las otras siete señoritas. Pasaron de largo.
Estuvo a un segundo de preguntar, pero al momento de salir de sus pensamientos, ya era demasiado tarde: Se encontraban en el exterior, a unas tres cuadras del instituto. El tiempo era relativo, en definitiva.
—Si Leonardo le hizo bullying, se las verá conmigo. Y no me va a importar nada.
— ¿Qué tiene que ver Leonardo en todo esto?— Y la lamparita pronto se le encendió. Incrédula, giró la cabeza y la cara se le deformó, desapareciendo todo rastro de emoción positiva, pasando a una de preocupación— No me digas que…
—Sí, sí.
Estando frente a los enormes escalones de piedra que se iban extendiendo hasta arriba en el fondo, llegando hacia la entrada del edificio más antiguo que el propio Betlindis, uno que parecía más una construcción de la misma Grecia clásica que otra cosa, apreciaron la innumerable cantidad de jóvenes que bajaban a velocidades exageradas; desesperados por marcharse e ir a esparcirse por el estrés del primer día.
Los ojos de Arcobalena examinaban a cada uno de ellos, con notable impaciencia, preocupada por él. No pasaba por desapercibido, fuera porque la malinterpretaban y la consideraran una especie de acosadora, o por ser una jirafona de primera categoría.
Mientras tanto, a la pobre Ornella le chocaban las rodillas, temblequeando del miedo.
Un muchacho de cabello negro brillante y corto, facciones finas (aunque con un evidente ceño rudo) y atractivas, sosteniendo un cigarrillo prendido entre su labios, hizo un ruido brusco al hacer rechinar las ruedas de su Harley Davidson azabache de los años 80’ –todo un clásico de los fierros– contra el asfalto de la vereda, llamando la atención de su hermana menor, evidenciando una creciente molestia.
— ¿Estás sorda, Ornella? Te he dicho cientos de veces que no quiero que te aparezcas por acá. Y este año no será la excepción, así que subes o te vas— Escupió sus palabras de forma ruda y fría.
No le importaba nada, siquiera regañarla como a una niñita pequeña frente a sus compañeros. Tenía que cuidarla, y la única manera de mantenerla a raya, según su criterio, era haciéndola sentir indefensa, que no era capaz de levantar un dedo y quebrarse una uña.
—Te recuerdo que estás hablando con una Maldita— Refunfuñó—. Ya estoy grande, tú no me das órdenes. En todo caso, si hablamos de cuidarnos, mírate en un espejo— Molesta, le dio un manotazo a unos centímetros de la boca, causando que el cigarrillo volara por ahí—; empieza por ti mismo— Y le sacó la lengua.
—Está bien. Te subes.
Él no perdió la calma. Helado, al igual que un témpano de hielo.
Sin previo aviso, Arcobalena intercedió y agarró a Leonardo del saco de su uniforme, atrayéndolo hacia ella.
— ¿Qué te pasa, machito? Nadie toca a una Maldita si hay otra presente. ¿Te crees muy chulo por ser el líder de cada pasillo de tu instituto?— Volvió a sonreír de esa manera, de medio lado.
—Qué bueno que eres mujer, de lo contrario, ya te hubiera volado el rostro de un puñetazo. Igual el lugar que te corresponde está en la cocina. En fin. Me quedaré aquí hasta que Ornella decida irse, por las buenas o por las malas.
—Idiota.
Ornella desvió la vista hacia el suelo, sintiéndose humillada por su hermano mayor. Lo había logrado, tenía que estar feliz, seguro; y lo peor es que él lo percibía. Leonardo tenía un sexto sentido: captaba las emociones de los demás ¿Por qué en ella sería menos? ¡El muy maldito!
Y entonces, una idea retorcida se le cruzó por la mente; una que Arcobalena estaría dispuesta a escuchar, después pasar a enojarse y terminar por despedazar a su hermano mayor con sus propios puños. ¿Y si Leonardo en verdad le había dado la famosa bienvenida al consentido de su amiga solo por ser nuevo? Volvió a temblar, y sus rodillas chocaron otra vez.
Conocía a Arcobalena, y el hecho de que fuera introvertida no quería decir que, si la situación así se daba, fuera a contenerse y guardar sus manos en los bolsillos; al contrario, de un puñetazo te dejaba fuera de juego enseguida. Y más si se trataba de defender a sus seres queridos. El tema era que Leonardo tampoco conocía lo que era la piedad, y aunque no le pegaba a las mujeres, sí se lo hacía a los hombres; podía tomar medidas severas para perjudicar a quien quisiera. Reducirla era una opción, diez centímetros de diferencia los separaba, y el otro motivo no quería ni imaginárselo.
Otra vez las acciones de otros impidieron que Ornella abriera la boca, emitir lo que pensaba (porque problemas para callarse tenía), y un fuerte abrazo hacia su amiga provocó un giro en su mismo eje por parte de ella, sosteniendo a un jovencito de la misma edad que la menor, e incluso de similar altura; curioso al ser varón.
Los ojos chispeantes de escepticismo de Leonardo aparecieron, brillando con fulgor, disparando rayos láser del desprecio que lo invadió. ¿Y por qué? El corazón de Ornella dio un vuelco: un flechazo instantáneo. Eso ya no era gracioso.
—Se ve que no tuviste problemas, porque no recibí ni una llamada tuya. Me alegra que esos brutos no se dignaron en molestarte en tu primer día— Sonrió, dulce, acariciando los cabellos rubios del hombrecito.
—No tientes al mal— Leonardo respondió a eso, sarcástico—. Ya, suficiente por hoy. Vámonos a casa— Intentó tomar del brazo a su hermanita, y lo hizo. Ni se mosqueó; seguía paralizada de la emoción, sonrojada—. Ni que hubieses visto a los querubines bajar del cielo— Volvió a vociferar, con un tono un poco más moderado, pero igual de enfadado. Los celos se le notaban de allí a la China.
El hombrecito, al ver cómo ese muchacho grandote trataba de esa manera tan poco cuidadosa a la chica que tenía al lado, decidió intervenir antes que Arcobalena misma. Serio, aun con su insignificante apariencia frágil e incluso cómica por lo corto de altura, tomando un dije de plata con forma de cruz entre sus dedos, lo enfrentó, diciéndole:
—Es mejor no tentar al bien ¿No crees? Los que maltratan a las siervas del Señor pronto obtienen su merecido. Él las aprecia mucho, aun si sean el vaso más débil— Y al terminar su breve discurso, le guiñó un ojo a Ornella.
Los hermanos Baskerville se quedaron de diez al oírlo.
Por su parte, Leonardo enarcó ambas cejas hacia arriba, abriendo un poco los ojos, sorprendido por la menuda tontería que sus pobres oídos ateos habían tenido la desdicha de escuchar.
Ornella, en cambio, no sabía si enamorarse aún más por la dulzura de ese chico rubio de ojos azules de toque angelical por su entrometimiento con las mejores intenciones con ese corazón de oro que ella se imaginaba que poseía… U ofenderse. ¿Vaso débil? ¡Maldición! ¡Las chicas no eran débiles! ¡Podían ser más fuertes que los hombres si así su instinto femenino lo requería! ¿Qué clase de concepto tan anticuado era ese? ¡Ella era una “Maldita”! ¡Conseguía defenderse sola con rotundo éxito! No necesitaba la ayuda de nadie. Imposible.
—Ya, ya, Eternit. Nadie quiere oír tus sermones hoy, ni nunca— Muerta de vergüenza, Arcobalena lo haló.
Detestaba cuando su hermanito menor hablaba gansadas frente a los demás estando ella presente, y ahora más dado que su mejor amiga y el sensual Leonardo estaban parados solo a un costado. Le preocupaba que “El lobo negro” tomara eso no solo a modo de desafío, sino también, a partir de ese minuto, tuviera de punto a Eternit.
—Me sorprende que la Maldita de renombre autoproclamada atea tenga un hermano tan estúpido. Tanto que da lástima. La biblia no le servirá de nada, solo lo hará más retrasado de lo que es. Hacen un gracioso contraste— Estiró el brazo hacia la espalda del chico y lo palmeó un poco—; Hora de rezarle a tus santos.
Arcobalena palmoteó su propia frente, luego asesinó a Leonardo con la mirada.
— ¿Y tú no vas a decir nada!— Le gritó Arcobalena a Ornella, arrastrándola del borde de su fértil imaginación y plantándola otra vez en la tierra.
Ornella asintió.
— ¡No soy ninguna debilucha!— Se impuso, inflando el pecho de manera heroica, haciendo ver que no iba a dejarse vapulear siquiera por el consentido de su mejor amiga— ¡Qué vaso más débil ni vaso más débil! ¡Ni que fuera tu abuela! ¡O tú mismo! Pues sí, más que un niño, por lo que veo, eres un mocoso disfrazado de enano.
—Y yo pensé que ustedes dos eran parecidos y se iban a llevar bien— Bufó Arcobalena, cortándole el mambo a Ornella, especulando que con eso iba a parar un poco la erupción volcánica casi inevitable—, siendo que ambos son unos sobreprotegidos de primera.
No iba a negar que estaría encima de su hermano el mayor tiempo posible. Leonardo sí, hasta la muerte.
Contempló la opción de ser un espectador ante tremenda ridícula situación: más gracia no podía causarle. La menor, una chiquita intensa y algo infantil, no ignoraría esas palabras de supuesta subestimación; ese era el malentendido que pretendía aprovechar, y echando más leña al fuego aumentaría el incendio forestal.
Lo bueno de todo, es que los dichos de Eternit habían encausado los deseos de él por un camino que desembocaría en el desprecio de Ornella.
Eternit logró sonrojarse a causa de eso, al igual que Ornella. Más de la pena que del enojo.
— ¡No me sobreprotegen!— Exclamaron ambos al unísono.
—Pues sí, Ornella, el enano disfrazado de niño solo sirve de algo, y eso es estar de adorno en un jardín o bosque, al lado de un árbol secuoya, aburrido y avejentado… tan Arcobalena. No podría ser de otra manera: Arcobalena es demasiado poco femenina para ser una princesa, y aunque su hermano es un enano, definitivamente no sería uno de los siete que acompañaría a Blancanieves. Hasta un pedo da más gracia que los dos juntos.
Arcobalena entrecerró los ojos.
— ¿Me estás provocando? No escupas hacia arriba, que te puede caer en la cara.
>>Aparte, mira quién habla, el cabeza dura al que le debe lavar los calzoncillos su propia madre con los pelos que ya tienes…
Ahora, los que contemplaban la discusión de sus hermanos mayores eran Eternit y Ornella, con la vergüenza ajena que eso conllevaba. Verlos decir ridiculeces al igual que niñitos de primer grado de primaria, y gritar a los cuatro vientos toda clase de aberraciones y tonterías al instante que los estudiantes varones del instituto masculino, Chad Bukowski, salían de sus clases, era sinónimo a desear que los tragara la tierra hasta el fondo de sus entrañas y no los vomitara jamás.
Ornella tomó en cuenta una posibilidad: Irse sin más, dejando a los grandulotes despellejarse a su gusto.
Aprovechando la distracción, bajó de la moto de Leonardo y caminó a paso rápido, alejándose, sin que nadie se diera cuenta, a excepción de Eternit, que muy observador era. Y sí, él actuó de la misma forma.
Eternit era del tipo de persona que le desagradaban los pleitos, de cualquier tipo, fuera verbal o físico. Incluso sentía repudio por dichos actos. El tema era que, si la situación lo ameritaba, se metía en el medio si de defender a una víctima de las injusticias se trataba. Más una mujer, que menos fuerza física poseía y la desventaja aumentaba por esa diferencia abismal entre los dos sexos.
Al decirle a Ornella que ella era un “vaso más débil”, no quiso asegurar que ella era una bebita, una tonta a la que no le daba la cabeza; sino, al contrario, se refería a las características propias anatómicas de una chica de su edad y el trato que debían darle. Nada más. Ninguna doble intención de por medio.
Él apreciaba a las mujeres, y las reconocía como un sujeto, no un objeto, una simple posesión egoísta que ameritaba darle el uso que a su dueño le antojaba. Nunca en la vida pensaría así.
Quería aclarar el malentendido.
Alcanzándola, tomó la mano de ella, delicado e intentando no asustarla, sino llamar su atención de una forma positiva y suave.
Ella giró.
—Deja de seguirme— Refunfuñó, aun conservando esas expresiones infantiles—. No voy a perdonarte seas el hermano de quien seas. Nadie me llama débil en mi cara.
—Estás en desventaja, aun siendo yo un enano. Claro, si fuera malo— Sonrió—; No lo soy, no tienes de qué preocuparte. Entiendo, lo que dije puede prestarse a confusiones. Solo… bueno, quiero decirte que nunca le haría daño a una chica tan fuerte. Tu capacidad de repeler las amenazas es envidiable, similar a mi hermana Arcobalena. Ya veo porque te considera su mejor amiga, Ornella. ¿No?
La sorpresa fue inmediata. El flechazo que sintió desde el primer instante que lo vio apareció de nuevo a velocidades récords, siendo la idéntica sensación en un día. Esa sonrisa la derretía. La irritabilidad desapareció.
—Sí, Ornella— Balbuceó.
—Te invitaría un helado, así me cuentes de ti. Solo que Arcobalena me ha hablado tanto de cómo eres que siento conocerte de toda la vida.
— ¡No quiero un helado!— Sacudió la cabeza de inmediato, percibiendo su tontedad al rechazar la oportunidad de tener una cita con un caramelo— Digo… ¡Veámonos cuando quieras, en el lugar que quieras!
—Bueno… Te espero mañana a la mañana en la iglesia. Seguro van a tocar un tema interesante, y si Dios quiere, espero que lean mi libro favorito del antiguo testamento.
¿Perdón? Pensó escuchar mal. ¿¡Qué clase de cita era esa!? Debía ser una broma, sí, en definitiva. De esa manera espantaría a cualquiera, y eso que ella no era una atea devota a sus creencias como Leonardo; respetaba la gente religiosa, ella misma iba a su iglesia todos los Domingos a escuchar el sermón de turno, y después, al llegar a casa, se sacaba la ropa formal para irse corriendo a conectarse a internet o salir con sus amigas y perder el tiempo con Arcobalena. Debió suponerlo en el instante que agarró la cruz y la puso frente a las narices de Leo. Prefería el helado.
Apretó bien los párpados.
—Bien, Eternit. Nos veremos. Llegaré cinco minutos antes.
Un sonoro trueno interrumpió la conversación.
—Adiós.
—Adiós. No te mojes, vas a enfermarte. Más vale apurarte— Susurró, tímida.
Arcobalena logró ubicar a Eternit recién cuando Ornella se marchó hacia su hogar y desapareció de su vista. Ya llovía.
Él perdió los ojos en el horizonte, trazando el camino que la rubia siguió.
—Ese idiota ya me dejó de molestar, por suerte. Y ya era hora que te quedaras quieto, no te encontraría. Maldición, eres tan poco razonable si te lo propones. Tengo sentimientos, mi deber es cuidarte…
Eternit otra vez formó esa mueca dulce, tan característica suya.
—Logré una cita— La interrumpió.
— ¿¡En serio!? ¡Cuéntamelo todo!— Dejó de lado sus quejas y prestarle atención de una vez— ¿Dónde?
—Mañana a la mañana en la iglesia.
—…
— ¿Qué? ¿Dije algo malo?
— ¡Hasta el clima lamenta eso!
— ¿Y qué tiene que ver?— Preguntó de nuevo, ya perdiendo la gran paciencia que tenía. A veces Arcobalena lo desesperaba más rápido que el común de la mayor parte de las personas—Aceptó.
Ella suspiró.
—Eternit, hace tiempo la mayoría de las personas dejaron de ser católicas. Ahora ustedes son de segunda, porque los musulmanes les ganaron, lejos. No son la única iglesia existente. Y por cierto: Ornella es luterana.