Woooooola :) Escribo aquí después de un largo tiempo sin publicar ni mierdirijilla. Mi estilo de escribir ha cambiado y no sé si quiero ser una wannabe writer.
Lo que quieras.
Cuando la base comunista se reunió en la casa del camarada Barrios, dueño del restaurante típico de “La Buena Moza”, lo primero que hizo Inés fue dictaminar con fría seguridad que era necesario traer abajo el gobierno de La Señora de cualquier manera.
Los demás camaradas asintieron en silencio, congregados de pie alrededor de la gran mesa, mientras se escuchaba el viento golpeando con furor la ventana pobremente tapada con plástico.
La vela que Barrios había prendido al Santísimo Señor de Las Torturas, ubicado en el centro de la mesa, era la única fuente de luz de la sala.
Desde hace un mes, cuando empezó el régimen de las represiones del gobierno de La Señora, el restaurante “La Buena Moza” se había convertido en el lugar indicado para las reuniones de la célula subversiva. Poco llamativo, descuidado y sin mucha concurrencia, el restaurante fue declarado uno de los sitios seguros del país de Ica.
Luego los camaradas se levantaron de sus asientos y se congregaron en torno a Inés, quien comenzó a repartir tareas inmediatas como lo eran los volanteos en las universidades y reuniones de coordinación con las demás bases partidarias. María, la joven pre-militante del partido, fue la única que permaneció en su sitio, alejada de los demás.
Cabizbaja y meditabunda, lo único que pensaba María era en la cantidad de compañeros que su hermano menor perdería si una bomba explotaba en su colegio.
Reprimió un escalofrío y emprendió camino hacia la puerta, cuidando de no tropezar con las sillas caídas.
Un camarada había prendido la radio y se escuchaba una salsa.
-Maestra vida cámara’á, te da y te quita y te quita y te da.
Inés desvió la mirada de los papeles que repartía entre todos y la miró con molesta la actitud de su hermana menor. Creyó que haciéndola pre-militante de su organización partidaria se le iría el miedo encarnado en su mirada y en sus acciones, y que asumiría con más fuerza el papel glorioso que la patria demandaba a la juventud.
Pero la observó salir del recinto con la misma actitud derrotista de siempre y suspiró cansada.
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María tomó el primer bus que se detuvo en el paradero. Atrás de ella dejó el panfleto rojo y negro que su hermana le había regalado en la mañana. Se amarró el largo cabello negro y se sentó al costado de una anciana dormida.
El bus iba con cinco personas, contándola a ella, al conductor, al cobrador, al chico harapiento sentado al final y a la anciana.
Recordó al muchacho roto, al amor de su vida, al soñador implacable. Sonrió levemente y se acurrucó en su asiento. Cerró sus ojos y evocó la última vez que lo vio.
Dentro del negro féretro, inmóvil. Con un fúsil en las manos. Como la bella durmiente de los cuentos de hadas.
La primera víctima del régimen de La Señora.
Recordó ese día. Llovía. Recordó a Inés, golpeando con fuerza el pecho de José, quien mudo la abrazaba con fuerza. Ignoraba si lloraba o solo gritaba de rabia.
Y María escribiendo frenéticamente en un rincón de la iglesia, llorando.
Iba matando canallas, con su cañón del futuro, se escuchaba en la radio del bus.
El cobrador musitó: Estación Potable, y María despertó de su ensueño. Se levantó, pagó dos centavos, el cobrador puso un pequeño sello en su documento de identidad y ella bajó.
Afuera, el viento no tenía piedad y recibió a María con un ventarrón frío que la obligó a abrazarse a sí misma para paliar el hecho de no haber tenido la precaución de llevar un abrigo. Los días soleados se estaban volviendo traicioneros y María no aprendía con facilidad de los errores de los días pasados.
Confiada, se dijo, y comenzó a caminar hacia su casa, situada entre caserones antiguos de antiguo esplendor.
Caminaba por la vereda con paso singular. Pie derecho, pie izquierdo. Grácil y sencilla, el viento movía los vuelos de su vestido azul, haciéndola parecer etérea, fantasmal.
En la fría calle de la Estación Potable, llamada así por su cercanía a la única fuente de agua de la ciudad, ella era la solitaria alma que trastocaba con sus pasos el suave silencio que imperaba.
Escuchó el maullar de un gato y se sorprendió levemente.
Se acercó a la casa donde había escuchado eso y sacó sus llaves. Despistada, repitió la voz en su cerebro.
Entró en la casona, tanteó la mesita próxima a la puerta y encontró una caja de fósforos. Tanteó otra vez por la superficie de la mesa hasta que encontró la vela. La encendió y vio a su hermano, durmiendo en el único mueble de la sala. Con el gato, despierto, entre sus piernas.
Puso la vela en el piso de parquet y tanteó ahora en el suelo. Encontró una manija y la jaló, abriendo un compartimiento secreto.
Sacó una pequeña libreta, un lapicero azul y una botella de refresco que contenía raticida mezclado con agua.
Escribió en el libro: Final del camino. Seis de Junio del Año sin Fin.
El gato saltó a su regazo y fijó sus amatistas ojos en ella. María lo miró con cariño y acarició su pelaje.
- Adiós, Jeremías.
El gato maulló levemente y ella abrazó contra sí el cuaderno.
Tomó el contenido del agua y cerró los ojos.
Sonrió y musitó:
- Iré por ti, muchacho roto.
El gato maulló por segunda vez y el viento sacudió con más fuerza las calles.
María había dormido por fin.
Saludos :)