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Autor Tema: El caballero y su dama.  (Leído 4812 veces)

Ryuku Desconectado
« en: Marzo 16, 2012, 10:19 am »

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El caballero y su dama.
« en: Marzo 16, 2012, 10:19 am »
Bueno, por ahí alguien me animó a que escribiera. Y vi un particular relato de Juankure que me inspiró. A ver que opináis, buscar paralelismos si queréis pero ante todo, espero que os guste.

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Estaba oscuro. Pero hacía calor.

Antes había dormido un poco.  Su reloj interno le decía que habían pasado varias horas, pero se equivocaba. A penas pasaba el tiempo. Y no conseguía retomar el sueño.  Al menos no como debía, pues sus sueños enseguida se tornaban aciagos. 

Puede que él muriera al día siguiente.  Puede que incluso varias veces, como sus sueños no dejaban de insinuarle. Pero eso no importaba. Algún día tendría que llegar el fin. A todos les llega. Todo el mundo volverá a los brazos del señor.  Si luego le esperaba el cielo o el infierno, a él no le importaba. Que fuera lo que Dios quiera.

Se removió incómodo en el lecho y observó a  su compañera. Tan hermosa como siempre. 

Eso le reconfortó.  Pudo cerrar los ojos por fin.  Pero no mucho más que antes.

Volvió a abrir los ojos, y la volvió a mirar. La acarició suavemente. Ella descansaba inmóvil y cálida, como esa terrible noche de verano.  La misma que le impedía pegar ojo.  Entonces advirtió que ella podía ser igual de terrible que esa noche. Y que tal vez fuera ella el motivo que le impedía conciliar el sueño.

Pero no era ella. Claro que no. Ella aún era inocente.

Era él el culpable. Era lo que él quería hacer con ella lo que le atormentaba. Ese futuro inevitable que ambos habían entrelazado el día anterior era el veneno que se colaba en sus sueños.

Porque los sueños están hechos de futuro.

Da igual lo que le esperara al día siguiente. Ella estaría ahí para ayudarlo.  Y eso era suficiente para no tener nada que temer. Ni a los terrores de la noche ni a los males del día. Y si moría, se llevaría el recuerdo de su compañera. Un recuerdo feliz que ni el séptimo infierno podría cambiar.

 Porque un recuerdo es un trofeo arrebatado al paso del tiempo,  fabricado con fragmentos del pasado.
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“¡Oh, el pasado! “ pensó nuestro caballero. “¡Cruel sino para el poco mesurado, que con valor se entremete entre los brezales azotados por el viento que es el devenir del tiempo y que luego solo es desazón. Desazón cuando una vez hollado el futuro, se rememora lo que pudo haber sido!”
Y revivía en su interior el injusto momento en el que su honor fue puesto a prueba, por un guante que cruzaba su cara y le hacía escoger entre la deshora o la deshonra.
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Despertó lentamente. Tardó en levantarse todavía más despacio.  Flemático cual sol al amanecer.  Pero todavía no se asomaba el gran astro. Porque el joven caballero de los ojos verdes, había escogido batirse.

En la deshora antes del amanecer. Con la única ayuda de su acero. Un lance atestiguado únicamente por un señor y el Señor.

Bajó las escaleras de su casa casi vacía. En la cocina no le esperaba ni un mendrugo de pan. La decadencia de su mundo era palpable. Se preguntó cuanta gente estaría pasando por lo mismo en esos momentos.

Nadie. Podría haber gente en un estado similar, o pasándolo peor, pero nadie en la misma. Y sonrió un poco. Se alegró de que nadie estuviera igual.

Cogió la ropera. También su capa. No el fino capisayo engalanado para las reuniones con el marqués, sino el pesado capote de invierno.  Cruzó el pasillo de su maltrecho hogar y miró aquel retrato de aquel caballero con la mano en el pecho.

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Entró en la única taberna abierta. Resultó ser la de siempre, de la que era asíduo, pero cuya concurrencia avenía por vez primera.  Hampones de sombrero ancho y capas raídas. No eran todavía horas para la gente de honor. Así que al único que distinguió con su atención fue al de siempre. Aquel que servía los primeros tintos del día, o los últimos de la noche. Para gustos colores.

-Maese Cervecero, podría vuesa merced servirme licor del fuerte. No me mire con esa cara hombre. Usted es de los pocos enterados. No blasfeme, buen hombre. Sí, y por eso quiero un buen brebaje. ¿Qué me vale más estar de pie sereno que harto de vino y muerto?

Tras una pausa, y al escuchar las reprimendas de su interlocutor, pensó. Luego el joven hidalgo  replicó:

-¿Para vivir poco más en este mundo en el que nadie me espera?  Hogaño mejor fenecer con honor y bravura que morar cual alimaña sin valor en sus palabras. Porque mi honra es mi palabra y mi palabra es mi crédito. ¿Quién se casaría con un traidor?¿Quién daría su palabra su promesa o daría responsabilidades a un cobarde que ya huyó en una ocasión? No. Eso no es vida. No puedo rehusar el lance.

Apuró su taza blanca de licor negro y remató:

- No tengo nada que perder. Ya me lo han arrebatado todo. Estamos yo y ella, ese viejo cuadro y la pequeña vivienda. Ni tierras ni privilegios. Ya se encargaron de quitarlos desde que mi abuelo perdió aquella batalla y regresó enfermo a casa. Eso es lo que pasa si pierdes el honor. Mi padre luchó por recobrarlo pero ya ves como se lo pagaron, con promesas vacías, palabras falsas. Y por si fuera poco, !Ahora me cobran la ofensa a mi! Claro que no hay justicia.

Se levantó:

-Claro que no hay honor. Eso es lo que hicieron. La gente oculta sus miedos culpándole a los demás de ellos. Por eso me acusaron a mi falsamente. Y  por eso voy a batirme. De deshonrado a deshonrado. Aunque a ellos le aplaudan y a mi me escupan. La verdad prevalecerá. Prevalecerá por que yo prevaleceré, con ayuda del señor y de mi toledana. Por que no hay enemigo peor que el que no tiene nada que perder.

-Por supuesto, haré todo lo posible por que ganes esa apuesta. No todos los días la gente apuesta por mi.

Alguno de los liantes que aderezaban la taberna miraron al mozo. Pero no se entrometieron. Hay que cuidarse de la ira de un hombre amable.
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Impaciente, miró a su compañera. Luego entornó los hojos.

Su oponente se presentó. Era el hijo del hombre que le arrebató todo a su familia. Por lo tanto, heredero de su odio. Rubio, alto, de ojos castaños y luminosos. Guapo.  Y odiado solo por pertenecer al seno de la familia en la que nació. Sin culpa, casi.

“Mejor, así lo recordarán joven cuando vaya al cielo.” Le tocó presentarse a él delante del testigo. También se acercó un médico pese a que se supone que nadie debería enterarse del duelo, y menos las autoridades. Se ve que el cuento corrió más allá de la taberna.

-Soy el señor De Silva, último de mi familia. Y hoy me ganaré el infierno. Vosotros lo habéis querido.

Por lo demás, el día comenzó a asomar en silencio. Todos estaban callados. Nadie debía entremeterse entre el honor que estaba en juego.

Extendió la capa. Dejó en el suelo su hoja damasquina. No se aceptaba otro acero que no fuera el de su espada. Se ajustó el jubón. Vistió su capa hacia el lado izquierdo de su cuerpo. Pesaba un buen trecho por ser la del invierno. Eso era perfecto. Equilibraba su cuerpo en contraposición al brazo diestro. Entonces llegó el momento.

Acarició a su compañera y la desenvainó. Le recorrió un escalofrío al escuchar el sibido del metal contra el cuero.

Toledana larga. Con un millón de gavilanes finos y argénteos, treinta mil espirales que daban forma al guardamanos. El puño pequeño pero equilibrado con la  imperceptible curvatura que tomaba hoja. Dos filos al vacío que no llegaban a la marca. Pese a ser española, tenía así unos pequeños toques arábigos. Pequeños detalles que podían beneficiar o empeorar la batalla, dependiendo de como se usara.

Una distancia de dos espadas. Dio un paso, pero el estoque hornado de su contrincante no le dejó avanzar más. Presto, dio un giro de muñeca y resonó el deslizamiento del acero contra el acero. Sendos metales se besaron otra vez más y otra más, poco a poco, mientras las puntas se acercaban más a su blanco.  Luego el joven rubio probó con un floreo bajo.

El de ojos verdes lo vió. Giró desde la siniestra con la capa en ristre y desvió el golpe con el pesado manto a la vez que se echaba para atrás. Adoraba esa capa, pese a lo fea que resultaba.

Ahí se denotaba la inexperiencia de su rival. No vió el jaque. De la diestra nuestro caballero atacó una estocada. Pero el joven rubio frenó bruscamente y se tensó con cara de espanto. Pero el miedo le salvó la vida, pasándole la punta rasgándole un dobladillo de la camisa. Ambos retrocedieron recuperando un poco el aliento. Sin apartar los hierros y sin cesar en su defensa formada por un brazo estirado cuan largo era y que sujetaba algo acabado en punta, se miraron.

Por un momento el odio infundado que ambos sentían se cruzó con un pensamiento infantil que sugería que ambos estaban haciendo una tontería. Ninguno de los dos quería morir. No estaban tan obcecados como para matar. Pero ya estaba hecho. No se puede matar sin sudor, sin dudas o sin miedo. Solo lo haría un loco o un fanático.

La punta de cada arma intentó morder la mano de cada rival. Sin éxito.  El joven probó a pisar en falso y fintar hacia el otro lado. Pero aunque nuestro joven era joven, no lo era tanto. No cayó en esa treta. El rubio recibió un corte en el muslo como castigo.

Se quejó y retrocedió, mientras que el medico se apresuró a vendarle. Por supuesto el lance debía continuar. Al menos mientras uno de los dos pudiera levantar la espada.

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No son libres por tener alas, lo son por no tener miedo a caer

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